«David G. Panadero sí es joven y no le tiene miedo a salir de noche. Un valiente, en suma. Un valiente que se atreve a debutar en la ficción con este libro que el lector —tú, lector— tiene en sus manos. Pasarás sus páginas sin soltarlo.»


—Carlos Pérez Merinero

Prólogo

“Como fuera de casa, en ninguna parte”. Hace años –los años en los que al parecer ya no había miedo a salir de noche; esos años primeros del postfranquismo en los que Eloy de la Iglesia hizo la película a cuyo título se homenajea en este libro de relatos–, hace años, decía, ésos en los que la vida pasaría a estar en la calle, y puede que sí, que sí lo estuviera, se puso de moda esa frase: “Como fuera de casa, en ninguna parte”.

Muchos, no sólo conformes con alardear de ello teóricamente, en su osadía, hasta quisieron llevarlo a la práctica y todo. Llevarlo a la práctica, sí, con todas sus consecuencias.

Y no sólo desearon vivir fuera de casa, lejos de las aburridas cotidianeidades de lo hogareño, lejos del “hogar, dulce hogar” donde nada –¿nada?– podía pasar, sino que quisieron que este vivir su vida transcurriera no únicamente fuera de casa, sino de noche. Con el agravante, ahí queda eso, de la nocturnidad.

Cosa de valientes, sin duda. Cosa de valientes, con ese grado de bendita valentía que da la irresponsabilidad. Y quién más valiente y más responsable de su irresponsabilidad que los bendecidos en su valentía por la juventud. La juventud, por ejemplo, de los protagonistas de “El último vagón”, el relato más extenso de este libro. Extenso en páginas, pero también en sabiduría narrativa con la que aprehender y fijar en el papel los pormenores y los vericuetos por los que se desarrolla el descenso –y no sólo físico, como se verá– a la noche y a la vida lejos de casa de los chavales que lo protagonizan.

Uno sospecha, en su condición de sospechoso habitual, que algo de autobiográfico debe de haber en algunas de las peripecias que se cuentan en ese relato, “El último vagón”, y puede –¿sólo puede?– que de ahí venga buena parte de su, no lo llamaré veracidad, pero sí credibilidad.

Ir con la “verdad” –entrecomillada, sí, la verdad– por delante, y presumir encima de ello, ha sido siempre para mí una actitud sospechosa, ya que de sospechosos hablábamos, en tanto que resultar creíble, y más en el terreno literario en el que nos movemos –dónde si no–, requiere de algo más. De ese algo más del que David G. Panadero da sobradas muestras en “El último vagón”: sinceridad, que no hay que confundir con autocomplacencia, y convicción, que tampoco hay que tomar por ensimismamiento. El autor sabe que ésa es su historia, pero no hace de ello un pozo autocomplaciente –autocomplaciente y, lo que sería aún peor, autocompasivo–, el autor no hace, decía, no cae en un pozo autocompasivo y ensimismado en el que perderse, sino que aporta una experiencia que compartir, yo remarcaría que generosamente, con el lector.

Y lo hace –compartir esa experiencia– empleando unos procedimientos narrativos que se avienen perfectamente a la historia y que van más allá de la mera simpatía o de la curiosidad que uno pueda sentir por los protagonistas, que también.

Si “El último vagón” es la historia de este libro, los relatos que le acompañan vienen a completar, en su variedad, un volumen donde el abanico de registros trae un aire de frescura y de envidiable desfachatez, que se agradece.

La variedad de las peripecias que se cuentan y lo ajustado de sus tratamientos narrativos hacen que el paso de un relato a otro, más que un salto al vacío con vértigo incluido –Dios o el que sea nos libre de tamaño peligro para nuestra salud mental–, se convierta en un placentero viaje que, encima, uno –ya no tan joven, ay–, puede permitirse el lujo de realizar en casa y de día, si así lo prefiere, sin que le asalte el miedo a salir de noche.

David G. Panadero sí es joven y no le tiene miedo a salir de noche. Un valiente, en suma. Un valiente que, para demostrarlo, se atreve a debutar en la ficción con este libro que el lector –tú, lector– tiene en sus manos. Manos que pasarán sus páginas sin soltarlo.

Tú, lector, que cuando termines de leerlo, te llevarás esas mismas manos a los ojos para frotártelos y comprobar así que no estás soñando; sólo –¿sólo?– leyendo la primera y prometedora entrega de una obra narrativa que no acaba sino de empezar, y que nos traerá –yo así lo deseo desde mi convencimiento– más miedos y más noches.

Y más días, por supuesto, para disfrutarlos todos con salud.


Carlos Pérez Merinero.
En Madrid, el 22 de abril de 2008,
cuando dicen que ya es primavera.