«David G. Panadero sí es joven y no le tiene miedo a salir de noche. Un valiente, en suma. Un valiente que se atreve a debutar en la ficción con este libro que el lector —tú, lector— tiene en sus manos. Pasarás sus páginas sin soltarlo.»


—Carlos Pérez Merinero

Botones de muestra

De la calle me llega el ruido de la pelea. El que golpea tiene que ser mi hijo. En condiciones normales, no se trata de un ruido capaz de quitarme el sueño, pero esta vez alguien ha roto cristales. Con suerte, habré conciliado el sueño antes de que el niño suba victorioso, y ya mañana le diré que la próxima vez hagan el favor de no molestar.

"Así empiezan las peleas"


Dicen que es en estas horas de tranquilidad cuando sale Muelle a pasear la ciudad, a pintar su nombre en los muros. Y sale a pintar solo para no ser distraído, controlando mejor la situación, muy atento a los coches de policía que puedan pasar, a los bravucones padres de familia que no quieren encontrarse sus muros sucios. Pero claro, eso es lo que dicen, ya que nadie ha estado ahí para verlo. Muelle no deja que lo vea en acción ni siquiera otro graffitero. Se le antoja como una especie de superhéroe, buscando la popularidad y a la vez oculto entre las sombras. Aunque, ahora que recuerda, Muelle sí que se ha dejado ver. Hace no mucho salió fotografiado en una revista, una fotografía impresionante: llevaba la firma dibujada en la palma de la mano en color morado, aunque ocultaba los ojos tras unas gafas de espejo. De fondo crecían los edificios de Madrid hasta donde abarcaba la vista. Volverá a encontrarse con esa foto una y otra vez, quizás como el principal testigo de que Muelle existió, aún después de su muerte, en un momento en el que sólo lo recordarán los que en su día de una forma u otra lo conocieron, o los que estudien la historia de las calles y las gentes de Madrid en estos años.

"El último vagón"


Una vez que han terminado de cenar, el fumador sale a la terraza y lía un cigarrillo. Le gusta respirar desde las alturas de la casa, así que sube la pequeña escalera que conduce a la azotea, para disfrutar de la visión que ofrece ahora, ya en la medianoche. Y el paisaje es el mismo, la ciudad en las alturas, pero en lugar de la luz del sol, los edificios están coronados por luces y neones luminosos. El silencio de la azotea hace que la imagen sea más bella que nunca.

"Bajo el cielo abierto"


Conforme le habla de sí misma le va recordando a la princesa equivocada de la canción, que flota entre las brumas del hachís. Y entonces lo entiende todo. Entonces comprende su forma de ser. Por eso se conserva como una adolescente, porque no ha echado raíces. Una vida llena de viajes, sin residencia fija ni trabajo estable o ataduras familiares, sin más pertenencia que dos gatas, una pila de libros amarillentos y algunos objetos acumulados en un guardamuebles.

"Encuentros con la chica ostra"


En ese momento se produce el milagro: la sangre bombea las sienes al ritmo de la música, despacio pero con intensidad, y él arranca acordes enérgicos a su guitarra. Ya no es capaz de ver nada, no distingue los rostros del público. El sudor baña su rostro mientras canta desafiante, “Rock Me Baby”. La raya de cocaína le ha ayudado a creer de nuevo en Dios, y se esfuerza en hacer crujir el mástil con las yemas de sus dedos.

"John Doe"


Cuando la nicotina llenaba sus pulmones, de pronto las ideas empezaban a cobrar forma. Y entonces escribía golpeando la máquina con dos dedos, dedos que caían sobre el teclado como proyectiles, que llenaban la habitación de palpitaciones. Y la euforia crecía al cuajar cada línea en párrafo; cada párrafo en folio... Mientras los demás dormían, él escribía.

"El enigma Colt"


Una vez ha pintado sus uñas de un rotundo negro, se maquilla con rudeza, como una actriz de película muda, se pasa un cubito de hielo por los pezones hasta sentirlos agresivos, encaja un tanga en su afeitado pubis, y deja caer dos escuetas gotas de Opium tras las orejas. Vestida de negro otra vez.

"A ciegas"



La vida al aire libre hizo mella rápido en su gesto. Su rostro se endureció y cuarteó hasta asemejar una máscara de cuero. Su mandíbula se tornó tensa y nerviosa, y sus ojos, antes hambrientos, ahora eran ojos de derrota, agotados, inexpresivos, de fiera abandonada, con abultadas bolsas bajo ellos. 

"Tiempo de abandono"


Ya en la carretera conduzco rápido y sin titubeos, pero tenso; el volante a punto de crujir entre las manos.

Una lágrima recorre mis mejillas, y no sabría decir si estoy triste o contento. No quiero darme cuenta de lo que está pasando, de que mis sueños no se cumplirán; ahora mismo, eso es lo de menos. Lo que necesito es velocidad. 

"Pon esa música de nuevo (fragmentos desordenados)"



Nunca hubiera pensado que en esa primavera se volvería temerosa de Dios. Dice la creencia popular que los esquizofrénicos son siempre religiosos, y allí, en el sanatorio mental, Candi tendría tiempo para observarlos arrastrarse en silencio, padeciendo enmudecidos, algunos con el rosario en la mano, persignándose como si con ello sellaran una protección en torno suyo.

"Los arcanos de la catedral"